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«Yo fui el que mató a tu hermano»: el soldado inglés que se comunicó con la familia de su víctima en Malvinas

    En la foto no debe tener más de cinco años: pullover, pantalón cortito, medias casi hasta la rodilla. La mano derecha lleva de paseo un avión de juguete. Podría ser la imagen de una infancia cualquiera, pero hay algo que estremece. Es el gesto, tan adulto: el mentón apenas levantado, la altivez de […]

 

 

En la foto no debe tener más de cinco años: pullover, pantalón cortito, medias casi hasta la rodilla. La mano derecha lleva de paseo un avión de juguete. Podría ser la imagen de una infancia cualquiera, pero hay algo que estremece. Es el gesto, tan adulto: el mentón apenas levantado, la altivez de quien sabe muy bien lo que hace, los ojos infinitamente calmos clavados en la pequeña aeronave.

 

 

Daniel es uno de los 88 soldados que fueron identificados el año pasado en el cementerio argentino de Darwin, donde hay 121 tumbas que permanecían sin identificación. En los próximos meses, esos caídos en la guerra tendrán una placa con su nombre.

 

Veinte años después, el 28 de mayo de 1982, la mirada es quizás la misma. Pero hay guerra, y el avión es un Aermacchi MB-339 de la Armada Argentina con numeración 4-A-114. Mide 11 metros de largo y pesa más de cuatro toneladas. Daniel Enrique Miguel ahora tiene 24 años, es teniente de corbeta y pilotea esa aeronave de entrenamiento adaptada para el combate.

 

Son cerca de las 17 y acaba de despegar de Puerto Argentino, en Malvinas. Junto a él, en otro Aermacchi, vuela su jefe, el capitán de corbeta Carlos Alberto Molteni, hombre a cargo de la 1ra Escuadrilla Aeronaval de Caza y Combate. La salida se retrasó dos veces, por los fuertes vientos y la bajísima visibilidad. El clima mejoró apenas pero ya no se puede esperar más: ayer comenzó la primera ofensiva terrestre de los ingleses.

 

Por eso los dos aviones vuelan raudos hacia el suroeste, al istmo de Darwin, donde se trenzan ferozmente el 2do Batallón de Paracaidistas británico y los Regimientos de Infantería argentinos 8, 12 y 25. Aunque el istmo es un infierno de no más de dos kilómetros de ancho, atestado de fuego naval, de artillería y de morteros, Miguel y Molteni pilotean sus máquinas casi a ras del piso para aprovechar las nubes bajas y cubrirse de los Sea Harrier, los poderosos cazas enemigos.

 

En tierra, el infante de marina británico Rick Strange y sus compañeros desde hace rato que oyen el inconfundible sonido de las aeronaves, pero no pueden confirmar su ubicación porque el equipo de radio está roto. Por eso cuando Strange, que también tiene 24 años, mira por la mira de su lanzador portátil de misiles y descubre que tiene perfectamente centrado al Aermacchi 4-A-114, casi que no puede creer en su suerte.

 

«¡Firing now!», grita, y aprieta el gatillo. El mundo entra en pausa y es como si el misil no quisiera cumplir con su destino: Strange solo recuerda el tiempo infinito que tardó en salir, una breve ráfaga de gases calientes que lo envuelve y, finalmente, al proyectil de 1,40m que vuela recto y certero hacia el avión argentino. Pero Miguel debe haber visto el lanzamiento porque se pone aún más a ras del piso e inicia una maniobra evasiva.

 

Con su mano en el radiocontrol, el inglés adivina el futuro y, en vez de seguirlo hacia abajo, mantiene el misil apenas por encima del Aermacchi. De pronto, Miguel levanta la nariz del avión para tomar altura y escapar definitivamente hacia el este. Tal vez llega a darse cuenta del error.

 

Es tarde. Las 3,5 libras de TNT y RDX impactan entre la cabina y el ala y hay una enorme explosión. El bólido cruza el cielo humeando mientras pierde trozos de fuselaje -porque ya está muerto o por alguna otra razón, Miguel no se eyecta- e impacta no muy lejos del aeródromo que las tropas argentinas improvisaron en Puerto Darwin. Strange lo ve todo anonadado, y alcanza a festejar su puntería con un breve baile antes de que sus compañeros lo tiren cuerpo a tierra. Porque todavía es la guerra y las balas siguen silbando.

 

A miles de kilómetros, en la Argentina continental, la familia del piloto no sabe con precisión lo que acaba de ocurrirle. No lo saben esa tarde ni lo sabrán poco después, cuando una comitiva militar toque timbre y les comunique que, oficialmente, el teniente de corbeta Daniel Enrique Miguel está desaparecido. Ni muerto, ni vivo: desaparecido.

 

El silencio de radio oficial no podrá romperlo el padre, a pesar de sus 45 años como miembro de la Armada, ni la madre, que morirá cuatro lustros después aun esperando al hijo, ni su novia, que lo aguarda con la boda ya organizada, ni su hermano menor Sergio, que recordará para siempre aquel fin de semana mágico en que Daniel estaba de guardia en la Base Aeronaval Punta Indio y lo invitó a volar: dos niños de 22 y 18 años haciendo piruetas a 800 km/h en un avión de caza y ataque.

 

Nadie sabrá más nada hasta ese día de otro siglo, en que Sergio abrirá su Facebook y descubrirá que tiene un mensaje privado de alguien que no conoce. Es un hombre que vive en Grateley, un pueblito ínfimo del sur de Inglaterra. Se llama Rick Strange.

 

El mensaje empieza más o menos así: «Yo fui el que mató a tu hermano».

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